Una mañana de invierno pedí a Zadórov que cortase leña para la cocina. Y escuché la habitual contestación descarada y alegre:
- ¡Ve a cortarla tú mismo: sois muchos aquí!
Era la primera vez que me tuteaban.
Colérico y ofendido, llevado a la desesperación y al frenesí por todos los meses precedentes, me lancé sobre Zadórov y le abofeteé. Le abofeteé con tanta fuerza, que vaciló y fue a caer contra la estufa. Le golpeé por segunda vez y, agarrándole por el cuello y levantándole, le pegué una vez más.
De pronto, vi que se había asustado terriblemente. Pálido, temblándole las manos, se puso precipitadamente la gorra, después se la quitó y luego volvió a ponérsela. Y probablemente yo hubiera seguido golpeándole, pero el muchacho, gimiendo, balbuceó:
- Perdóneme, Antón Semiónovich.
[...]
Mi ira era tan frenética y tan incontenible, que yo me daba cuenta de que, si alguien decía una sola palabra contra mí, me arrojaría sobre todos para matar, para exterminar a aquel tropel de bandidos. En mis manos apareció un atizador de hierro. Los cinco educandos permanecían inmóviles junto a sus camas. Burún se arreglaba precipitadamente algo en el traje.
Me volví a ellos y les conminé, golpeando con el atizador el respaldo de una cama:
- O vais todos inmediatamente al bosque a trabajar o ahora mismo os marcháis fuera de la colonia... con mil demonios.
Y salí del dormitorio.
En el cobertizo donde guardábamos las herramientas empuñé un hacha y contemplé, ceñudo, cómo los educandos se repartían las hachas y los serruchos. Por mi mente pasó la idea de que era mejor no ir al bosque aquel día, no poner las hachas en manos de los educandos, pero ya era tarde: se habían repartido todas las herramientas. Daba igual. Yo me sentía dispuesto a todo: había resuelto no entregar gratuitamente mi vida. Además, tenía el revólver en el bolsillo.
Nos fuimos al bosque. Kalina Ivánovich me dio alcance y, terriblemente agitado, susurró:
- ¿Qué pasa? Dime, por favor: ¿cómo están hoy tan amables?
Yo contemplé distraído los ojos azules del Pan y respondí:
- Mal van las cosas, hermano... Por primera vez en mi vida he pegado a un hombre.
- Pero, ¿qué has hecho? -se sorprendió Kalina Ivánovich-. ¿Y si se quejan?
- Eso es lo de menos...
Para mi asombro, todo transcurrió bien. Estuve trabajando con los muchachos hasta la hora de comer. Cortábamos pinos torcidos. En general, los muchachos permanecían sombríos, pero el aire puro y helado, el hermoso bosque, que ornaban enormes caperuzas de nieve, la amistosa colaboración del hacha y el serrucho hicieron su obra.
En un alto, fumamos confusos de mi reserva de majorka (
, y Zadórov, echando el humo hacia las copas de los pinos, lanzó de repente una carcajada:
- ¡Menudo! ¡Ja, ja, ja, ja!
Era agradable ver su rostro sonrosado, que agitaba la risa, y yo no pude dejar de sonreír:
- ¿A qué te refieres? ¿Al trabajo?
- También al trabajo, pero ¡hay que ver cómo me ha zumbado usted!
Era natural que Zadórov, un mocetón robusto y grandote, se riese. Yo mismo me sorprendía de haberme atrevido a tocar a tal gigante.
Lanzó otra carcajada, y, sin dejar de reírse, empuñó el hacha y se fue hacia un árbol.
- ¡Vaya una historia! ¡Ja, ja, ja, ja!
Almorzamos juntos con apetito, bromeando, pero no aludimos más al suceso de la mañana. Yo, sin embargo, me sentía violento, aunque estaba dispuesto a no bajar el tono y seguí dando órdenes con la misma firmeza después de la comida. Vólojov sonreía, pero Zadórov se aproximó a mí con una expresión de lo más seria:
- ¡No somos tan malos, Antón Semiónovich! Todo saldrá bien. Nosotros comprendemos...Al día siguiente dije a los educandos:
- ¡El dormitorio debe estar limpio! Es preciso designar responsables de dormitorio. A la ciudad se puede ir únicamente con mi autorización. El que se marche sin permiso, que no vuelva, porque no le admitiré.
- ¡Oh, oh! -dijo Vólojov-. Puede que sea algo menos.
- Elegid, muchachos, qué os conviene más. Yo no puedo actuar de otra manera. En la colonia tiene que haber disciplina. Si no os gusta, marchaos cada uno a donde queráis. Pero el que se quede aquí, observará la disciplina. Como gustéis. Aquí no habrá ninguna cueva de ladrones.
Zadórov me tendió la mano:
- ¡Venga la mano! ¡Tiene usted razón! Tú, Vólojov, cállate. Todavía eres demasiado tonto para estos asuntos. Más nos conviene estar aquí, que ir a la cárcel.
- ¿Y es obligatorio asistir a la escuela? -preguntó Vólojov.
- Obligatorio.
- ¿Y si yo no quiero estudiar?... ¿Qué falta me hace?...
- Es obligatorio asistir a las clases. Quieras o no quieras, será igual. ¿Ves? Zadórov acaba de llamarte tonto. Esto quiere decir que debes aprender a ser listo.
Vólojov movió, burlón, la cabeza, repitiendo unas palabras de no sé qué anécdota ucraniana:
- ¡Eso sí que es un salto!
En el terreno de la disciplina, el incidente con Zadórov había señalado un viraje. Y, en honor a la verdad, yo no me sentía atormentado por ningún remordimiento de conciencia. Sí, había abofeteado a un educando. Yo experimentaba toda la incongruencia pedagógica, toda la ilegalidad jurídica de aquel hecho, pero, al mismo tiempo, comprendía que la pureza de mis manos pedagógicas era un asunto secundario en comparación con la tarea planteada ante mí. Estaba resueltamente decidido a ser dictador, si no salía adelante con ningún otro sistema. Al cabo de cierto tiempo tuve un choque serio con Vólojov, que, estando de guardia, no había arreglado el dormitorio y se negó a hacerlo después de una observación mía. Mirándole enfadado, le dije:
- ¡No me saques de quicio! ¡Arregla el dormitorio!
- ¿Y si no lo arreglo? ¿Me abofeteará usted? No tiene derecho...
Le agarré por el cuello y, acercándole hacia mí, barboté muy cerca de su rostro con absoluta sinceridad:
- ¡Oyeme! Te prevengo por última vez; ¡no te abofetearé, sino que te dejaré baldado! Después, si quieres, te quejas, y yo iré a la cárcel. Eso a ti no te importa.
Vólojov se desprendió de mis manos y me dijo con lágrimas en los ojos:
- No vale la pena ir a la cárcel por una tontería así. Arreglaré la habitación, ¡y que el diablo se lo lleve a usted!
Troné:
- ¿Qué manera de hablar es ésa?
- ¿Cómo quiere que hable con usted?... ¡Váyase al ...!
- ¿Qué? ¡Atrévete!...
Vólojov rompió a reír e hizo un ademán evasivo.
- ¡Vaya un hombre, fíjate!... ¡Arreglaré la habitación, la arreglaré, no chille usted!
Sin embargo, es preciso señalar que yo no pensaba ni por un minuto haber hallado en la violencia un medio todopoderoso de pedagogía. El incidente con Zadórov me había costado más caro que al mismo Zadórov. Tenía miedo a lanzarme por el camino de la menor resistencia. Lidia Petrovna fue quien me condenó con más franqueza y más insistencia entre las educadoras. Al anochecer de aquel mismo día, con el rostro apoyado en los pequeños puños, me dijo machacona:
- Entonces, ¿ha encontrado usted ya el método? ¿Como en el seminario?
- Déjeme, Lídochka.
- No, conteste: ¿tenemos que andar a bofetadas? ¿y yo también puedo? ¿O sólo usted?
- Lídochka, ya le contestaré más tarde. Por ahora ni yo mismo lo sé. Espere un poco.
- Bueno, esperaré.
Ekaterina Grigórievna anduvo varios días con el entrecejo fruncido y, al hablar conmigo, adoptaba un tono cortésmente oficial. Sólo cinco días después me preguntó con una sonrisa seria:
- Bueno, ¿cómo se encuentra?
- Igual. Me encuentro muy bien.
- ¿Sabe usted qué es lo más triste de toda esta historia?
- ¿Lo más triste?
- Sí. Lo más desagradable es que los muchachos refieren su hazaña con admiración. Están incluso dispuestos a enamorarse de usted, y Zadórov el primero de todos. ¿Cómo explicarlo? No lo comprendo. ¿La costumbre de la esclavitud?
Después de reflexionar un poco, contesté a Ekaterina Grigórievna:
- No, aquí no se trata de esclavitud. Aquí hay una cosa distinta. Analícelo usted bien: Zadórov, más fuerte que yo, podía haberme mutilado de un golpe. Considere usted, además, que no tiene miedo a nada, como tampoco tiene miedo a nada Burún y los demás. En toda esta historia, ellos no ven los golpes, sino la ira, el estallido humano. Comprenden muy bien que igualmente podía no haber pegado a Zadórov, que podía haberle devuelto como incorregible a la comisión (1), que podía ocasionarles muchos disgustos graves. Pero yo no hice eso y procedí de una manera peligrosa para mí, aunque humana y no formal. Y, por lo visto, la colonia, a pesar de todo, les hace falta. La cosa es bastante complicada. Además, ellos ven que nosotros trabajamos mucho para su servicio. A pesar de todo, son personas. Y éste es un hecho de suma importancia.
Poema pedagogico Antón Makarenko capítulo 2 y 3.